Lo reconozco:
nunca he sido fan de Cattelan. Su obra siempre me ha parecido forzada y
pretenciosa, muy alejada de los movimientos sociales actuales y más centrada en
hacer chistes recurrentes de temas manidos, y debo confesar que no pude
reprimir un bostezo de aburrimiento al ver aquel plátano pegado con cinta
americana en la pared de Art Basel. Ni siquiera me llama la atención la
escandalosa suma de dinero en que está valorada, y paso distraído el dedo sobre
el móvil mientras leo con indiferencia las críticas de devotos y profanos del
mundo del arte, los que se indignan, los que se burlan, los que adulan y los
que intentan poner calma a la situación. Veo por el rabillo del ojo el video de
un hombre que pela el plátano, se lo come y, sonriente, es escoltado fuera de
la exposición. No da ni para arquear una ceja esta repetición infantil de la
historia del arte: Duchamp lo hizo antes, y a él también le destrozaron obras
antes. El mismo ciclo de hastío para representar la misma función sobreactuada.
Bostezo. Se acaba la película. Sin embargo, cuando los créditos están a punto
de acabar, aparece una secuencia final: la pintada sobre la pared en la que se
lee
“Epstein
didn't kill himself”.